No sé cómo empezar, no sé ni
siquiera que decir. Este año 2016 ha sido un año realmente difícil para mí y mi
familia. Los primeros días del año llegué a Roma, una ciudad ubicada al otro
lado del mundo y con habitantes maravillosos que hablan un idioma diferente al
mío. No sabía qué me depararía el futuro, no sabía que sería tan feliz, tan
miserable y soportaría tanto dolor en un solo año. No sabía que estaría tres
veces al borde de la muerte y no sabía que mi alma sentiría tanta amargura al
perder a una amiga. No sabía que me diagnosticarían “Ansiedad por estrés
postraumático” ni que me darían ataques de pánico todos los días durante meses.
No sabía que habría días en los que me iba a sentir derrotada, frustrada y fea.
No sabía que mi enfermedad me haría sentir tan humillada y totalmente
dependiente de otras personas. No sabía que habría días en los que querría
gritar, en los que querría morir, en los que rogaría por vivir un poquito más.
No sabía que conocería a una doctora que iría a la tumba de San Pablo a rezar y
hacer una promesa para que yo salga de reanimación y no muera. No sabía que me
sucederían todas estas cosas, pero había algo que siempre supe, que
sobreviviría.
Fue muy duro dejar todo lo que
conocía como normal para emprender una aventura hacia lo desconocido. La
leucemia hizo que deje la universidad, mi país, mis amigos y a mi familia…
aunque debo admitir que Roma fue buena conmigo, cada una de las personas que
conocí me trató bien, me hizo sentir importante y especial para ellos.
Doctores, enfermeros, auxiliares de limpieza, cajeros, voluntarios y compañeras
de habitación, todos. En el hospital de hematología la mayoría de las personas
se conocen, debemos pasar tanto tiempo ahí que terminas haciendo amistad con
todos. Creo que como llevan años trabajando ahí y viendo todo tipo de casos
saben cómo tratarte… como la persona normal que eres. No hay miradas
compasivas, no hay pena en sus ojos. Recuerdo un día que fui al hospital, tenía
mucho dolor de espalda y mis movimientos eran limitados. Tuve que recostarme en
una camilla y cuando debía levantarme el dolor era muy fuerte que no podía.
Empecé a llorar desesperada por el dolor, la frustración y el miedo. Cristina,
la enfermera me abrazó y me dijo: “No puedes seguir así, debes ser fuerte. No
te puedes rendir, ya hiciste el trasplante y saliste de ahí. Carolí, ya pasaste
todo lo más difícil, debes resistir, la recuperación es lenta pero lo vas a
lograr. He visto pacientes en peores condiciones que tú y los he visto
recuperarse porque son fuertes como un tigre, tu eres igual de fuerte, vamos”.
La manera en la que me habló, fue tan dulce y dura a la vez que hizo que de
alguna manera reaccionara, no podía tirar a la basura todo lo que logré en esos
meses solo porque empezaba a sentirme cansada, no me lo iba a permitir.
Las mujeres que fueron mis
compañeras de habitación siempre mantenían contacto conmigo por celular, en
especial Daniela. Sé que de alguna manera me sigue cuidando porque he soñado
con ella varias veces. En mis sueños sé que ya no está viva, pero sé que
gracias a que he escrito sobre ella puede vivir en mis textos porque más
personas saben quién y lo especial que fue. Los enfermeros compartían un poco
de su vida conmigo. Me mostraban fotos de sus familias, me contaban alguna
anécdota. Giuseppe estaba esperando a su segundo hijo y cuando nació, envió a
un compañero de trabajo a decirme: “Giuseppe quiere que te diga que ya eres
tía, ya nació Dieguito”, otro día en cambio me llevó a Francesco (su primer
hijo) para que lo conozca. Aunque estaba siempre dentro de cuatro paredes de
alguna forma me hacían sentir parte de la sociedad.
Una vez que salí del hospital
tenía que regresar muy seguido a la sala de terapia porque necesitaba recibir
transfusiones sanguíneas o de plaquetas. Ahí conocí a muchas personas que en su
mayoría tenían más de 50 años de edad. Había una mujer que mientras recibía sus
quimioterapias sacaba su cuaderno de dibujo para pasar el tiempo, era una mujer
mayor de cabello corto y blanco, con los labios pintados de rojo y una sonrisa
radiante. Un día me senté junto a ella y empezamos a hablar, quise saber qué
parte de su historia había sido la más difícil de afrontar. Me respondió: - “Cara
mia, lo más difícil para mí fue ver mi cabello caer. Desde que empezó a caer
compré esta peluca que llevo puesta”. – “¿Es una peluca?” – “Sí, no me la quito
nunca, solo cuando voy a ducharme, incluso duermo con ella. Mi marido nunca me
ha visto sin cabello y no quiero que lo haga. No me miro al espejo cuando no la
llevo puesta”. No supe que decir, estaba en shock. Nunca había escuchado que
alguien dijera algo así. Quería decirle estas viva, estas radiante, eres muy
guapa ¿Cómo puedes dejarte afectar tanto por el cabello que a la final volverá
a crecer?, no dije nada, no pude. Solo dije –“Mírame tengo cara de luna y no me
importa, ya se va a quitar”. Y se rió. La he visto varias veces en el hospital,
siempre está con su esposo. El señor pasa horas en la sala de espera mientras
ella recibe su tratamiento. Cuando sale… la abraza, le da un beso en la mejilla
y la ayuda a ponerse su abrigo. Supongo que siempre está junto a ella porque tiempo atrás juraron amarse
en la salud y en la enfermedad.
Ahora que estoy relativamente
bien podría pensar que la vida ha sido muy difícil, podría sentarme en un
rincón a llorar y lamentarme de todo lo que sucedió durante este año, pero no
puedo. Es verdad que todo fue muy duro, no solo para mí sino también para las
personas que vivieron conmigo toda esta experiencia, sin embargo, la verdadera
realidad es que ganaron los buenos momentos, las bendiciones y el amor.
Quisiera olvidar todo el dolor que algún día sentí y dejar atrás toda esta
historia de medicinas, quimioterapias y trasplante, pero es imposible. No puedo
y no debo. Quiero convertirme en alguien que ayude a las demás personas que
están pasando por situaciones parecidas a que lo puedan superar. Quiero que
sepan que en este mundo existe alguien que a pesar de que las probabilidades
estaban en su contra, lo logró.